Autor: Sergio Galaz
Cuna y tumba de democracias y dictaduras, protestas y desfiles, práctica y representación política: en la arquitectura, la plaza y sus tipologías vecinas son probablemente las que articulan más explícitamente una idea concreta de la esfera pública En México podemos vislumbrar el carácter segregado de ésta si observamos con detenimiento dos formas de espacio abierto tradicionales en el país: el zócalo, por una parte, y el atrio, por la otra.
El zócalo es fundamentalmente un vacío rectangular flanqueado por una iglesia, un palacio de gobierno, y un portal de comerciantes. Es un diagrama de estremecedor realismo político: define lo público como un espacio residual, desarrollado a las orillas de tres formas particulares de poder: el del monopolio de la representación y creación de significado (iglesia), el del monopolio legítimo de la violencia (gobierno) y el que deriva de la concentración económica (mercaderes). Abrevando de la intersección de estos poderosos lugares, el zócalo celebra la contigüidad espacial —y a través de ella, el empalme social— de los detentadores del control político, económico y cultural del país. Todavía hasta comienzos del siglo xx este grupo social, pequeño en tamaño pero denso en interrelaciones, usaba el indicativo término de “nación política” para referirse a sí mismo.
Por su puesto, la nación política dirige. Y para eso necesita tener dirigidos: sujetos objetivados como jerárquicamente inferiores, sujetados a los designios del zócalo. Formalmente idéntico al zócalo, pero opuesto a él en su delimitación urbana y su vocación programática, el atrio es la concreción arquitectónica de esta tarea. Al atrio lo cerca el frente de una iglesia y en los tres lados restantes una barda perimetral. Es el espacio por excelencia de la conquista espiritual, de la salvación de millones de paganos condenados al infierno mediante una operación custodiada de conversión al catolicismo. El atrio reúne en público a los colonizados, los enuncia como sujetos de necesaria redención, y los bautiza como miembros de una república desigual, partícipes tutelados de una comunidad política hecha a imagen, semejanza y ventaja de quienes unilateralmente se proclamaron sus tutores.
A lo largo del tiempo, los zócalos se fueron expandiendo de la mano del racimo de ciudades españolas que fueron reclamando para sí los fértiles llanos en donde antes crecía la floreciente cultura urbana de las naciones mesoamericanas. Los atrios, por otra parte, brotaron en núcleos de población nativa de mesoamericanos: los pueblos de indios, los populosos barrios indígenas de las ciudades españolas, y núcleos de población serranos donde una sociabilidad específicamente indígena siguió sobreviviendo al cobijo de la distancia de los centros de poder español y de sus agrestes terrenos.
Fue en estos rincones de la Mesoamérica colonizada, devenida después flamante República Mexicana, donde aterrizó en los años veinte del siglo pasado una nueva configuración de espacio abierto: una plataforma de concreto de 28 x 15 metros cuadrados con dos mástiles sosteniendo aros en vez de banderas. Habían llegado las canchas de basquetbol.
En aquel momento las canchas eran atrios en cosplay de deportista. En efecto, llegaban enviadas por las nuevas élites revolucionarias que habían reclamado para sí el Zócalo de la Ciudad de México para realizar una misión de catequesis. Esta vez la conversión no era espiritual sino biopolítica. Respondiendo a la idea de una sierra habitada por sujetos ignorantes, propensos al ocio y aversos al trabajo, viviendo fuera de la redención histórica proyectada por el México posrevolucionario, las canchas de basquetbol se posaron en la sierra con el firme mandato de extirpar el alcoholismo y luchar contra la vagancia de quienes habitaban las laderas de los cerros. Curiosa coincidencia, exigir una nueva redención a la progenie de a quienes se había exigido una salvación forzada cuatrocientos años atrás. Curioso también, blandir una cancha de basquetbol como arma de higienización en una política pública basada en ver en las condiciones de salud de la sierra un problema de carácter más que de oportunidades sociales._ Zócalos necios que acusáis a la sierra sin razón…._
Es difícil conocer si las canchas de basquetbol provocaron el efecto de salud deseado por las élites que las enviaron. Lo que sabemos con certeza es que, a través de ellas, el basquetbol fue esparciéndose como pólvora en estas regiones, dejando en su camino galaxias enteras de equipos, públicos y torneos basquetboleros. Pero sabemos también que, en paralelo a este éxito deportivo, a la cancha de basquetbol le salieron usos inesperados. A su plancha de económico y resistente cemento le brotaron mercados. Comenzó también a ser anfitriona de bodas, funerales, conciertos musicales. Empezaron a retoñar en ella cosas insospechadas: los usos y las costumbres reales de los lugareños. La cancha pasó a ser colonizada por sus colonizados. La operación se realizó tan exitosamente que una conciencia colectiva sobre su llegada parece haber sido sustituida más bien por una certeza sobre su inmanencia. Pareciera que las canchas de básquet siempre hubieran estado allí; como si los que tuvieran que dar explicaciones de su presencia fueran los mercados y palacios municipales afincados a su lado.
En las comunidades serranas, la cancha de basquetbol no sólo aloja pelotas de basquetbol. También es habitada por una esfera pública diferente, alternativa a aquella propuesta por el tradicional binomio zócalo-atrio.
La esfera de la cancha de basquetbol reivindica para las propias comunidades la autonomía para crear sus propios símbolos y representaciones comunitarias. La cancha se ha convertido en metonimia de basquetbol, _juego de la sierra _y uno de sus símbolos hecho para y desde ella. Actualmente, el florecimiento de torneos de basquetbol de participación exclusiva para las comunidades serranas y sus diásporas en México y los Estados Unidos indican la importancia que tienen el basquetbol y sus espacios de práctica para reproducir y estabilizar un sentimiento de pertenencia comunal tanto intergeneracional como internacional.
El espacio de la cancha no se limita a demandar autonomía en las demarcaciones comunitarias de la esfera pública. También reclama para el espacio de lo público primacía política sobre las intrigas de las cortes políticas, económicas e intelectuales. Si en el zócalo lo público es un espacio negativo derivado de los contornos de poderes fácticos, en la cancha lo público se vuelve el sitio generador de ellos: ella misma es el sitio del tianguis, de asignación de trabajos comunitarios, de conciertos de orquestas de música, de elección de autoridades.
Por último, y tal vez más importante, la esfera pública de la cancha es una esfera desestatizante en más de un sentido. Realiza esta operación, en primer lugar, al no tener un carácter formalmente estatal. No es ella un espacio cívico que tolere usos profanos; por el contrario, es un sitio profano que consiente usos cívicos. La cancha de basquetbol también hace menos estática y acartonada las vocaciones programáticas del espacio público. La cancha no fija usos programáticos en espacios específicos: los reúne a todos en un flujo continuo y cambiante. En un lapso de simultaneidad pueden pasar pelotas de básquet chocando con el suelo, bolas de futbol deslizándose sobre él, juegos de niños, actos de flirteo, de desaprobación, de descanso, de disfrute del sol o de la sombra. En contraposición al zócalo o al atrio, orientados a la producción de públicos homogéneos y asociados por medio de una relación de jerarquía, los usos múltiples y cambiantes de la cancha de basquetbol proponen un espacio de enunciación, negociación y concertación de fricciones y clivajes en su seno. En él se propone una inusual inversión de jerarquías: anteponer lo político a lo Político.
La cancha de basquetbol, en suma, articula un ideal alternativo de esfera pública: comunal, autónoma, descolonizada, diversa. En el área delimitada por estas esquinas emerge la posibilidad de ver multiplicar en sociedades marcadas por experiencias coloniales espacios de socialización volcados hacia la construcción de futuros en común horizontales, lúdicos y diversos.
–
Corrección de estilo: Jaime Soler Frost