Autor: Salvador Amores
Acaso de entre todas las genealogías que sería posible identificar en la historia del cine mexicano a lo largo de los últimos ciento treinta años una de las menos exploradas –por heterogénea, múltiple, difusa y en ocasiones incluso contradictoria– sea precisamente una de las principales: la que utiliza la insurgencia como motor histórico y estético. No es que escaseen las monografías valiosas sobre la larga relación entre el cine mexicano y la ideología revolucionaria, en particular en su época clásica, mas el acercamiento puramente historicista de la mayoría, provenientes sobre todo de la academia, pugna por divisiones periódicas que no permiten imaginar las posibilidades lúdicas que una visión panorámica y transhistórica podría sugerir. Un ejercicio curatorial, en lo que tiene de libre y poroso, de dependiente de lo fragmentario y lo asociativo, en cambio, consiente trazar una línea plasmada con un pulso incierto mas por ello mismo de mayor potencia sugestiva. Recientemente una tentativa hasta cierto punto emparentada, aunque no frecuente, también ha surgido desde algunos de los principales espacios de exhibición en Occidente1, aunque a menudo atravesada por el deseo colonialista, típico del curador neoliberal, de “descubrir” obras encerradas en el “olvido” que supone para él la memoria colectiva de las audiencias del Sur. El cineclub Bizalú propone, entonces, como su nombre –“ojo” en mixteco– lo sugiere, un acto de visionado subversivo en el que la historia del cine mexicano se imagina como la historia de una voluntad revolucionaria en transformación perpetua – que en tal búsqueda tiende a condensarse, a disiparse, a desvanecerse solamente para reaparecer, más concentrada, más amplia y abarcante que antes, en una constante actualización de preguntas, horizontes de enunciación e investigaciones formales. Un ejercicio historiográfico, en consecuencia, regido por una preocupación que no es otra sino aquella por las formas que ha tomado el deseo utópico –objeto final de cualquier insurgencia– en el devenir del cine mexicano; desprovisto de cualquier deseo colonialista tanto de erigir conocimiento estéril como de “descubrir” obras exóticas, reemplazándolos por la simple y contundente voluntad de comunalizar las distintas y complementarias formas de lucha que la producción cinematográfica nacional ha registrado o imaginado.
Volver, en primer lugar, a aquella semilla inagotable que fue la experiencia mexicana del cineasta soviético Sergei Eisenstein, supone un punto de partida fértil y el único posible. En su condición de película inconclusa, ¡Que Viva México! (1930-1932) puede ramificarse casi infinitamente, por existir en un estado de plena potencialidad (su inacabamiento), lo que permite pensarla como una suerte de máquina conceptual cuyos gérmenes han sido desarrollados hacia diversas líneas por el cine mexicano del siguiente siglo. En ese sentido, una de aquellas potencias presentes en la película de Eisenstein tiene que ver precisamente con la línea que nos ocupa: ¿de qué otro modo podría considerarse una película cuya ambición era relatar miles de años de historia –una historia, por lo demás, inenarrable, como es la de México– condensados en una estructura fílmica cuya dialéctica formal fuera en sí misma pensamiento histórico, sino como un verdadero llamado a la utopía?
Al mismo tiempo, bien conocido dentro del filme de Eisenstein es el episodio “Maguey”, en el que se muestra un levantamiento campesino en contra de un hacendado; otro segmento que no llegó a filmarse, “Soldadera”, debía mostrar a una mujer involucrada en la lucha revolucionaria de 1910, y con ello ilustrar el triunfo de la revolución así como una posibilidad de emancipación femenina y subsecuente felicidad2. La pregunta por un cine revolucionario, cuya temática y cuya forma respondieran a una voluntad insurgente, con los ojos puestos en la utopía, no podría, pues, inaugurarse de forma más contundente, aún si la condición “maldita” de la cinta –acaso el proyecto de filme inconcluso más célebre de todos los tiempos– sea reveladora, de distintas maneras, de las dificultades a las que se enfrenta el cine mexicano que alcanza una lucidez ideológica de tal magnitud.
A aquella máquina conceptual avanzada por el cineasta soviético a principio de los años treinta (experiencia formadora, además, de una diversidad de cineastas como Arcady Boytler, Adolfo Best Maugard o Emilio Fernández) se sumaría, casi inmediatamente, Redes, realizada por Emilio Gómez Muriel en colaboración con el austriaco Fred Zinnemann, fotografiada por el célebre Paul Strand y con partitura musical de Silvestre Revueltas. Redes fue gestada tan tempranamente como 1932, como un encargo por parte de funcionarios de la Secretaría de Educación Pública al fotógrafo estadounidense Strand, pero no sería realizada sino hasta 1934. En ella, cinta que ha sido descrita ampliamente como “socialista”, se cuenta un argumento un tanto típico sobre la experiencia del trabajador marginado en México. Raquel Tibol lo resumía así:
Hay conjuntos de trabajadores, hay líderes necesarios, que esos conjuntos segregan, hay un candidato a diputado que busca los votos de los pobres y la dádiva del rico, hay un acaparador que genera desgracias, hay una madre a quien se le muere su hijo por no poder comprar a tiempo las medicinas, hay insatisfacción, protestas, paro, choque entre los grupos, muerte del trabajador más esclarecido, y hay una unión final que emerge desde la muerte del justo, demandando justicia.3
En Redes hay, pues, una tentativa de un cine contestatario que, al mismo tiempo, correspondía con la ideología del régimen, sin dejar de ser feroz en su exigencia política y formalmente audaz. Pasará bastante tiempo para que el cine mexicano vuelva a tocar, de manera tan directa y contundente, sin modulaciones melodramáticas que suavizaran la urgencia desviando la atención del espectador, el tema de la insurgencia motivada por la injusticia y la marginación, y lo correspondiera con senda justeza en las formas elegidas para mostrarlo cinematográficamente, como sucedió en estas dos cintas.
Precisamente el tenor melodramático será la adición que Emilio “El Indio” Fernández incorporará al imaginario insurgente en el cine, acaso abriendo una digresión en la genealogía que la viciaría durante algunas décadas. Por un lado, en opinión de sus críticos, dotaba de un sentimentalismo preciosista –reforzado por la fotografía de Gabriel Figueroa– falseador de la realidad proletaria, en este caso indígena4; por otra parte, algunos dirán, para dar a conocer más sensiblemente las problemáticas de dicho mundo, pero también su temple y entorno social, al público de las ciudades en México y el mundo (las películas del Indio, al menos en la década de los cuarenta, constituían el cine mexicano más célebre en el extranjero, así como éxitos de taquilla asegurados en el país). Río Escondido, de 1948, una de las cintas más emblemáticas del realizador así como de sus colaboradores en turno (María Félix, que interpreta a una maestra rural, y Gabriel Figueroa, que logra algunas de sus imágenes más icónicas en los páramos que sirven de escenario a la intriga), es insignia de tal ambición, así como lo es también de un imaginario progresista, impulsado desde el gabinete presidencial, para el que el desarrollo –en este caso educativo e higiénico– en las comunidades de mayor marginación era aún un espacio conceptual que permitía vislumbrar posibilidades de integración que llevarían a la mejoría. La película, que cuenta con una secuencia de créditos ilustrada por diez grabados en linóleo de Leopoldo Méndez, y otra célebre escena en el Palacio Nacional donde uno de los murales de Diego Rivera habla en primera persona a la protagonista, quien está allí para visitar al presidente Miguel Alemán –en quien Emilio Fernández había depositado una gran fe– personalmente, desató algunas controversias por su contenido abiertamente anticapitalista.5
Río Escondido es, en ese sentido, acaso la quintaesencia de un imaginario insurgente tal como se le podía entender desde una imaginación política oficial un tanto simplista, y que será replicada en diversas películas subsecuentes de Fernández así como de algunos otros realizadores coetáneos. Tal visión unidimensional, calificada como aquella de “una izquierda a la que el estalinismo había alejado de la dialéctica” por Emilio García Riera6, se mantendría sin grandes cambios, al menos en el cine de ficción, hasta 1965, cuando Luis Alcoriza realizara su _Tarahumara (Cada vez más lejos), _en la que se plantea de forma frontal la problemática relación entre aquél que mira desde fuera (el antropólogo) y aquél que es mirado (el indígena).
El filme de Alcoriza supone, en la genealogía que buscamos trazar, un punto de inflexión. Lo indígena se había convertido durante algunos años en centro de gravedad del imaginario insurgente tal como era entendido desde el cine oficialista, pero también, en adelante, cuando las exigencias económicas de ese cine lo obligaron a volcar su mirada a las ciudades y a problemáticas urbanas, se volvería el escenario ideal, territorio fértil para una nueva generación de cineastas comprometidos que, además, entendían a la modernidad cinematográfica como otra forma de insurgencia. Aunque en el cine industrial lo insurgente apareciera esporádicamente como tema principal (Cananea, de Marcela Fernández Violante) o mera excusa, fondo para diversas alegorías (Rojo Amanecer, de Jorge Fons, por ejemplo) la producción que realmente revitalizó tal imaginario en el cine mexicano, en el sentido de pugnar por exploraciones ya no solo temáticas sino conceptuales o formales, fue aquella que, lejos de tildar al indigenismo de anacrónico o superado, cuestionaba sus postulados. Así, la relación entre el antropólogo y las comunidades tan cara al filme de Alcoriza pasaría de ser objeto de la ficción –reaparecería, sin embargo, con gran pertinencia y lucidez, en Cascabel (1978) de Raúl Araiza– para convertirse en una pregunta que articularía la propia práctica metodológica de algunos documentalistas en las siguientes dos décadas, asociados con el proyecto que el antropólogo y cineasta Alfonso Muñoz estaba desarrollando en el Instituto Nacional Indigenista.
La producción del INI comenzó en 1953 y tuvo su mayor concentración entre 1977 y 1995, años en los que estuvo activo dentro de dicha institución el centro de producción llamado Archivo Etnográfico Audiovisual. Tales obras documentales, evidentemente informadas por los avances en antropología que se producían en el instituto, se posicionaban abiertamente en contra de la visión integracionista que hasta entonces se planteaba desde el gobierno y que el cine de los estudios había ilustrado, mayoritariamente, en forma de melodramas rurales. En su lugar, muchas de las películas, realizadas por documentalistas egresados de escuelas de cine y con una formación cinematográfica que ya incluía las obras modernistas de autores como Jean Rouch, proponían un acercamiento más consciente y propositivo tanto al filme “etnográfico” como al documental de denuncia que en última instancia resultaría en uno de los conjuntos de producción documental más importantes –y curiosamente desconocidos– de la historia del cine mexicano.7
Filmes como La tierra de los tepehuas (Alberto Cortés, 1982), sobre la lucha agraria de la comunidad tepehua en Veracruz, Laguna de dos tiempos (Eduardo Maldonado, 1982), que aborda la destrucción acarreada por el complejo petroquímico de Minatitlán en la zona nahua aledaña, o Jornaleros (Eduardo Maldonado, 1978), que se enfoca en las condiciones laborales y de vida de campesinos provenientes de diversas partes del sur de México, constituyen ejemplos privilegiados de la producción del AEA en el sentido de que muestran, a un tiempo, la veta de modernidad cinematográfica o voluntad autoral8 que caracterizaba a sus realizadores, la nueva ética documental exigida por la antropología moderna, y la denuncia política contra las condiciones a las que diversas comunidades estaban sometidas en gran medida por las políticas integracionistas del PRI. En ellas asoma nuevamente aquella voluntad insurgente del cine mexicano, acaso con una fuerza inusitada, puesto que por primera vez quizás desde Eisenstein, debido probablemente a las condiciones de libertad relativa que el AEA permitía en contraste con las exigencias de los sistemas de estudios del cine narrativo tradicional, cualquier dejo de academicismo estético estaba ausente, dando lugar a una rebeldía que se manifestaba tanto en la manera de hacer las películas como en sus formas resultantes. Tal tentativa no se repetirá sino hasta la actualidad, cuando algunos cineastas adheridos a la vanguardia cinematográfica retomen ciertas preocupaciones históricas y políticas para incorporarlas a sus investigaciones sobre el medio.
La experiencia del AEA, que tuviera su repercusión culminante en el primer Taller de Cine Indígena, coordinado por Luis Lupone en 1985, y que trascendería en algunas de las primeras cintas realizadas por individuas pertenecientes a comunidades indígenas, sobre sus propias luchas y costumbres (Leaw amangoch tinden nop ikoods de Teófila Palafox, de 1985, es el más célebre ejemplo)9, resulta fundamental, primero en el centenar de películas que se realizaron, tanto por cineastas mexicanos como extranjeros, en las montañas del sudeste mexicano durante el levantamiento zapatista de 1994, y que derivarían en los propios videomachetes propuestos por el EZLN10, y más tarde en la actual producción de cine indígena proveniente de regiones tan diversas como el Mayab, Oaxaca, Chiapas, entre otras, y motivada por iniciativas como el Taller de Cine Hecho en Casa, el Campamento Audiovisual Itinerante, o Ambulante Más Allá, por mencionar solamente algunas. La insurgencia se levanta ya no como un objeto a observarse: vista desde dentro, se hace sentir en todas sus dinámicas internas, sin perder un ápice de la rabia que la motiva y a menudo con una visión del futuro completamente opuesta a aquélla de los cineastas mestizos o blancos.
En paralelo a tal producción se encuentra la actual ola de cineastas, anteriormente mencionada, cuyo trabajo se adhiere a la tradición del cine experimental, vigorizada probablemente por el creciente interés general en tales expresiones que la exhibición de cine a nivel nacional ha manifestado11. Descendientes improbables de extraños fenómenos fílmicos como los que constituyen la obra de Rafael Corkidi, o de inclasificables fábulas entre lo antropológico y lo mitopoético, desperdigadas en el devenir del cine mexicano, como podría serlo Piowachuwe: La vieja que arde (Juan Francisco Urrusti, 1985), cuerpos de obra como lo son aquéllos desarrollados por Colectivo Los Ingrávidos o Pablo Escoto en los últimos años reincorporan relatos míticos, en ocasiones formadores de la identidad nacional para reconfigurarlos, en un ejercicio de cuestionamiento político y estético que permite vislumbrar nuevas posibilidades de insurgencias fílmicas. Toda la luz que podemos ver (Escoto, 2020), un palimpsesto de historia nacional equiparable al que ambicionaba el cineasta soviético casi cien años atrás, donde colisionan todas las luchas que nos dieron patria, desde la Independencia hasta el levantamiento zapatista, nos recuerda, desde su propio título, la esperanza utópica que resiste, latente, en las arterias del cine mexicano y que retorna cada cierto tiempo, hercúlea, potente, vital, en forma de un cine insurgente en perpetua renovación.
Ciclos y retrospectivas proponen revisiones históricas del cine mexicano han sido realizados en sedes tan principales como el festival FIDMarseille, en Francia (“Une autre histoire du cinéma mexicain”, curado por Michel Lipkes en 2007), el Museo Reina Sofía, en España (“Mexico Inminente. Imaginarios de la insurgencia en el cine mexicano contemporáneo”, curado por Antonio Zirión y Mara Fortes en 2013); y más recientemente en el Festival del film Locarno, en Suiza (“Spectacle Every Day – The Many Seasons of Mexican Popular Cinema”, curado por Olaf Möller y Roberto Turigliatto –alemán e italiano, respectivamente– en 2023). ↩︎
Harry M. Geduld y Ronald Gottesman (eds.), Sergei Eisenstein and Upton Sinclair: The Making and Unmaking of Que Viva Mexico!, Indiana University Press, 1970, p. 150. ↩︎
Raquel Tibol, 1954. ↩︎
El cine de Emilio Fernández sería principal en la incorporación del mundo indígena a la cinematografía nacional. Muchos de sus filmes se desarrollan en este contexto, y bien podría decirse que su preocupación por la opresión ejercida sobre los desfavorecidos era bastante lúcida, si acaso ligeramente dogmática, en el sentido de que en ella no cabía separación entre la clase y la raza. Cabe mencionar, por reveladora, la respuesta que, según Adela Fernández, dio alguna vez su padre a Luis Zamora, cuando fue cuestionado por los antropólogos modernos sobre su visión de lo indígena: “Yo soy indio kickapú y sé de tradiciones, de cosas del espíritu, de una manera diferente de ser. A mí no me vengan con cuentos de que yo distorsiono la imagen del indio. Los veo de manera distinta a como usted los ve, yo los veo desde adentro, no como ustedes los estudiantes de antropología que se la pasan clasificando y etiquetando sus rasgos y sus costumbres. Para mí los indios no son conejillos de indias, objetos de laboratorio o imágenes de folclor. Yo detesto la palabra folclor porque sustituye lo que es esencia. […] ¿no han comprendido mi cine? Es un cine de verdades que habla de la belleza que existe en México, que denuncia la explotación. […] usted sabe qué dura es la vida para ellos, que sigue habiendo caciques, que la epxlotación continúa y que los indios son hermosos y también el paisaje que los rodea”. Adela Fernández, El Indio Fernández. Vida y mito, México, Panorama Editorial, 1986, p. 126-128. ↩︎
El Duende Filmo, crítico reaccionario, escribía: “Se entiende que todos tenemos libertad de hacer lo que se nos antoje hasta el punto en que no se dañe a un tercero. En este caso el tercero es México, porque en las películas que hace Emilio Fernández se pinta a México con falsos colores, o cuando menos con colores muy exagerados. El radicalismo revolucionario de estos dos señores, ejemplarizado en la pantalla con películas indiscutiblemente buenas cinematográficamente, y que por su realización dramática dejan honda huella en quienes las miran, resulta tan peligroso como el comunismo que están extirpando en Hollywood”. El Universal, 13 de febrero de 1948. ↩︎
Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano, tomo 3, p. 203, Universidad de Guadalajara, 1992. ↩︎
Para una visión ampliamente nutrida de la producción realizada por el Archivo Etnográfico Audiovisual, ver Antonio Zirión (ed.), Redescubriendo el Archivo Etnográfico Audiovisual, México, Universidad Autónoma Metropolitana, Elefanta Editorial, 2021. ↩︎
Es relevante el testimonio, un tanto negativo, que daría más tarde el propio Alfonso Muñoz sobre las preocupaciones estéticas de los cineastas comisionados para estos trabajos: Hubo un momento en este país que había recursos para hacer cine etnográfico y una institución que tenía todos los contactos con las comunidades indígenas. Desgraciadamente no se llevaron gentes que tuvieran un mínimo de conocimiento antropológico, sino que fueron pura y sencillamente cineastas. Buenos, si tú lo quieres, buenos sonidistas, buenos camarógrafos, buenos realizadores, pero que en su mayoría carecían de la sensibilidad y del conocimiento hacia las comunidades indígenas”. Citado en Íbid, p. 87. ↩︎
Lilia García Torres y Lourdes Roca Ortiz, “Mirar en clave ikoots. Lecturas etnográficas del primer taller de cine indígena”, íbid., p. 333-361. ↩︎
Un recorrido por la relación entre los zapatistas y el video puede encontrarse en Eduardo Makoszay Mayén, “El pilar de la autonomía, Los Tercios Compas y el cine zapatista”, Revista de Antropología Visual, núm. 29, Chile, 2021, p. 1-16. ↩︎
Se destaca, por ejemplo, la sección Injerto del festival Ambulante, pionera en la exhibición de cine experimental en el país, así como el Centro de Cultura Digital de la Ciudad de México, cuyo programa Cine Más Allá estuvo dedicado desde sus inicios a las vanguardias cinematográficas. Más recientemente iniciativas como el Festival Fisura, fundado en 2020, y la sección Umbrales del Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), constituyen ventanas principales de exhibición para este tipo de cine. ↩︎
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Corrección de estilo: Jaime Soler Frost