Autor: Adrián Román
El viento sopla entre las montañas, corre, se divierte, las nubes arropan lo que resta de la madrugada. Venimos a presenciar uno de los torneos de baloncesto con más convocatoria en el sur del país. Se juega en este preciso lugar porque aquí nació Benito Juárez. Alguien debería hacer un conteo de todas las calles, escuelas, parques, plazas y torneos que llevan el nombre del Benemérito de las Américas en el estado de Oaxaca.
Cuando llegamos nos damos cuenta de que esto es más grande de lo que imaginábamos, la gente se desborda a la orilla de una cancha y por las calles del pueblo. Ya se escuchan los alaridos, las matracas y a un cronista que narra el encuentro. Hay puestos que venden sudaderas, jerséis, playeras, calcetas, gorras, tenis, mucha mercancía oficial de la NBA. También hay gente con playeras que llevan el nombre de su comunidad, sudaderas. Hay humo de comida en el paisaje. Hay fanáticos enardecidos que quizá todavía no desayunan.
Es el torneo de la Sierra Norte de Oaxaca, que convoca jugadores mixes, mazatecos y chinantecos. 36 distintas comunidades se dan cita. Acuden con su armadura impecable cada año, con vestimenta que recuerda los torneos universitarios gringos. Es un torneo en el que no puede jugar nadie que no haya nacido en esta sierra, o que no tenga parentesco directo de padres o abuelos. Las sanciones por desobedecer esta regla son ejemplares. El torneo no ofrece ningún premio económico a los campeones de las ocho categorías. Sólo está en juego un trofeo. Cuando un equipo es campeón tres veces, tiene derecho a quedarse con la copa, aunque los campeonatos no sucedan de forma consecutiva. Se juega en honor a Benito Juárez y nadie quiere perder.
A los seis años nunca me aburro de jugar con mis Playmobil y mis Star Wars, pero mi abuela Josefina me ordena dejar mi refugio: “Sal, que te dé el sol”, me dice. Ella creció en un rancho, rodeada de animales y naturaleza, no le cabe en la cabeza la imagen de un niño que pueda estar todo el día arrastrándose por la casa, jugando con unos monos, inventando historias. Me da el balón de los Harlem Globetrotters y me manda a la cancha que hay dentro de la unidad donde vivíamos.
La cancha se encuentra a la entrada de la unidad. Hay que subir unas escaleras para llegar. A veces, mis amigos y yo nos juntamos por las noches en la cancha y hacemos fogatas con la basura que encontramos. Somos una banda de gandallas. Entre nosotros nos robamos juguetes, nos decimos cosas hirientes, nos aventamos tiros, pero nunca nos separamos, o sólo por unos días. Cuando encendemos la lumbre, somos como brujas que se reúnen alrededor del dios viejo. Y las lenguas de lumbre crecen tanto que se asemejan a lenguas que brotan del sol, y nosotros brincamos encima de ellas y aullamos. “¿Te estás haciendo nahual o qué?”, me pregunta mi abuela cuando subo a la casa.
Muchas de las personas que me conocen le sugieren a mi mamá que me meta a jugar basquetbol. De tanto escucharlo me parece una obligación que no quiero cumplir. Me gusta ver a los Globetrotters en Acción, el noticiero deportivo de los domingos por la tarde. Quiero jugar como ellos. Pasarme el balón entre las piernas y encestar con esa gracia y facilidad. Pero no me sale y me aburro muy rápido. Nadie me enseña cómo se juega y soy muy torpe para aprender por mi cuenta. Cuando le pido ayuda a mi papá sólo me dice que debo practicar, que no es fácil. Creo que él no sabe jugar y le avergüenza reconocerlo. Me da la impresión de que cada día voy empeorando. Mis tiros pasan más lejos del aro cada día, es como si el aro se fuera alejando.
Latuvi es uno de tantos equipos que se permite contar con jugadores nacidos en Estados Unidos de América. Cuenta con un grupo de primos que han nacido todos en Los Ángeles, y cada año vienen a representar al pueblo donde nacieron sus padres y abuelos. Les cuesta encontrar palabras en español para expresarse.
Guelatao no sólo recibe jugadores provenientes de otros países, también algunos de los cronistas han tenido que migrar para mejorar su calidad de vida, pero no quieren perderse la oportunidad de narrar partidos en vivo. También en las gradas hay personas que han hecho un largo viaje para apoyar a su comunidad. El torneo no se jugó durante dos años por la pandemia, ésta es su edición número 44. El sol cae y las montañas duermen, en dos días se jugarán las finales.
Al entrar a la prepa me enamoré del basquetbol. Vestía bermudas hasta las rodillas, playeras con el rostro de Shawn Kemp y tenis Reebok. Nunca pude representar al equipo de la escuela por trámites legales que no alcanzaba a cumplir. Pero me pasé cuatro años jugando en las canchas, siendo mejor que muchos jugadores de la selección.
A los 19 años me invitaron a jugar con la selección del Distrito Federal. Yo jugaba en el Deportivo Venustiano Carranza y los entrenamientos tendrían lugar en otro deportivo al que nunca fui. Me dio miedo hacerme responsable de mi talento. Dejé ir la oportunidad de brillar en algo que me gustaba mucho. Fue doloroso y difícil de entender. El basquetbol me enseñó a nunca tener miedo de lo que soy.
Lo conocí cuando el último partido del torneo ya había terminado. Estreché su mano entre el enjambre de personas que ocupaban la cancha. Por un lado, la gente que lamentaba la derrota de Ixtlán y, por el otro, los triunfadores de Villa Alta. Brayan Cross me lo presentó, me dijo que debía entrevistarlo, que era un hombre que tenía fotos de cada torneo, desde la década de los sesenta. Me senté con él en las gradas, dispuesto a escucharlo toda la noche.
Su mirada era la de un hombre en calma, llevaba una cámara con lente colgando del cuello y dos bolsas en las que cargaba sus grandes tesoros: dos álbumes llenos de fotos de todos los torneos Copa Benito Juárez y otras fotos desde antes, de los años sesenta, de cuando no había en las canchas concreto, sino pura tierra que pisar.
Se trataba de un hombre pequeño y entusiasta que nunca jugó basquetbol pero que lo amaba como pocos. Me dijo que los primeros torneos se jugaban con balones Voit, y los jugadores calzaban Superfaro, unos tenis de marca mexicana parecidos a los Converse. Sus ojos se iluminaban al rememorar a los grandes jugadores de la sierra oaxaqueña. El gimnasio estaba vacío, los tableros electrónicos habían olvidado el marcador de muchos encuentros y ahora dormían, las gradas estaban llenas de basura, recuerdos y fantasmas. Aquel hombre me invitó a conocer su comunidad, Macuiltianguis, para seguir hablando de las leyendas de esta Copa Benito Juárez. Espero visitarlo pronto.
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Corrección de estilo: Jaime Soler Frost