PABELLÓN DE MÉXICO 18A MUESTRA INTERNACIONAL DE ARQUITECTURA LA BIENNALE DI VENEZIA 🏀 INFRAESTRUCTURA UTÓPICA: LA CANCHA DE BÁSQUETBOL CAMPESINA 🏀 PABELLÓN DE MÉXICO 18A MUESTRA INTERNACIONAL DE ARQUITECTURA LA BIENNALE DI VENEZIA 🏀 INFRAESTRUCTURA UTÓPICA: LA CANCHA DE BÁSQUETBOL CAMPESINA 🏀 PABELLÓN DE MÉXICO 18A MUESTRA INTERNACIONAL DE ARQUITECTURA LA BIENNALE DI VENEZIA 🏀 INFRAESTRUCTURA UTÓPICA: LA CANCHA DE BÁSQUETBOL CAMPESINA 🏀
INFRAESTRUCTURA UTÓPICA: LA CANCHA DE BÁSQUETBOL CAMPESINA
PABELLÓN DE MÉXICO 18A MUESTRA INTERNACIONAL
DE ARQUITECTURA LA BIENNALE DI VENEZIA
ARSENALE DI VENEZIA
30100 VENECIA, ITALIA
·
MARTES-DOMINGO 11:00-18:00 H
20.[MAY].2023

26.[NOV].2023

Los tiempos de la cancha

Autor: Delmar Penka

La lucha es como un círculo,
se puede empezar en cualquier punto,
pero nunca termina.
– Subcomandante Marcos

I

El tiempo es movimiento. No hay nada en la existencia desposeído de él. Es un principio básico de la vida que se expresa en cada cosa que vemos, pensamos y sentimos. El tránsito de las nubes en los días de lluvia, los céfiros de otoño que mueven la corteza de las últimas hojas y el retoño de las peras después del inverno. Se manifiesta en las jornadas de trabajo en la milpa, mientras el sol avanza hacia su punto más alto, a mediodía, y su caída para que la tarde y la noche se asomen en el cielo. El tiempo está en el maíz, en la tierra, en los frutales, en la cosecha. Se siente en los caminos que se transitan para llegar de un punto a otro; se percibe en los pies, en las manos, en el sudor, en los ojos; en las labores cotidianas que nos acompañan, desde el principio de los días hasta el último de todos.

El tiempo es un constante movimiento, a su ritmo, en espiral, como un ciclo que viene y va, pero que nunca retrocede. Así se concibe el tiempo en las comunidades, en la vida campesina, donde los días transitan al compás de un caracol, que avanza lento, pero con un horizonte fijo que se construye al andar. El tiempo se vuelve comunitario cuando la gente se reúne y comparte un mismo espacio y movimiento, como en la celebración de una fiesta, en la contemplación de una obra cinematográfica o en la edificación de un inmueble que necesita de la fuerza, creatividad y trabajo de toda la comunidad.

Construir una cancha para un fin colectivo es el resultado de un tiempo compartido. Nunca se piensa ni edifica desde la individualidad. Esto expresa uno de los primeros valores que nos enseñan en la infancia para aprender a vivir en comunidad: el de la colaboración. El tiempo, entonces, es acompañar y participar en las actividades que serán en beneficio de la gente. Una cancha es justo eso: un espacio donde las generaciones consecutivas se encuentran.

En la cancha todo horizonte es posible, sucede todo lo que la imaginación pueda edificar. Es el lugar donde la utopía de la organización se hace realidad.

II

Era el año 1945. Mi difunto bisabuelo Nicolás acababa de lograr la gestión, junto con el apoyo de sus compañeros, de las tierras para el paraje de Ach’lum en Tenejapa. La osadía fue resultado de un proceso largo y de arduo trabajo en conjunto, de caminatas prolongadas que iban desde su paraje hasta la capital de Chiapas. Era un recorrido que se hacía en cinco días con sus respectivos descansos, en el corredor de alguna casa que una buena persona ofrecía a los caminantes, cuando la noche los alcanzaba. Conseguir el reconocimiento agrario fue una victoria compartida.

Una vez que la gente formalizó la repartición de la tierra entre los ejidatarios, las familias que formaron parte de la petición, y que eran de distintas localidades, se mudaron a Ach’lum. Una vez asentados en la nueva comunidad, el siguiente paso fue decidir en dónde dejarían el lugar para la escuela y la cancha que todavía no existían, pero que imaginaban. Decidieron, entonces, que estaría en el centro de la comunidad. Las familias construyeron su casa alrededor del espacio libre, entre las peñas que cubrían el paraje.

Cinco años después, las mismas personas que gestionaron las tierras fueron comisionadas para solicitar la construcción de la primaria. La comunidad entera confiaba en ellas. Así iniciaron la nueva travesía. Reconocían, como en el pasado, el mismo cansancio sentido en los pies y en la respiración, pero con la ilusión compartida de tener una escuela para la infancia del paraje. Con un español que apenas salía de su boca, llegaron al palacio de gobierno donde dejaron su solicitud escrita a mano, por un joven que había tomado clases en el Instituto Nacional Indigenista en San Cristóbal de Las Casas. Era la única persona que sabía escribir. La gente lo recuerda como el joven Antonio, que sería el primer maestro del pueblo. Después de un año, el proyecto fue aprobado. El paraje se alegró, porque la comunidad estaría completa con las aulas y la cancha.

Cuando el fondo se liberó, los hombres de la comunidad se organizaron para construir la escuela. En las mañanas destinaban el tiempo para el trabajo en la milpa y en las tardes se reunían y avanzaban con la edificación de la escuela. Fue un proceso largo, pausado, a partir del tiempo de quienes trabajaban. La filosofía del komon a’tel, “el trabajo colectivo”, se expresaba con todo el esplendor.

Después de ocho meses, terminaron de construir la escuela. A un lado de las aulas se encontraba la cancha, era sencilla: el asfalto de tierra, los tableros y el poste de madera, y el aro con un trozo de manguera. El suelo no era uniforme, pero eso no importaba, la gente se acostumbró a correr entre abolladuras.

Las personas organizaron una fiesta para inaugurar la nueva obra. Las esposas de los comités se reunieron en la cancha, allí juntaron la leña, encendieron el fuego y prepararon el caldo de gallina que cada familia dio. Los ancianos del paraje rezaron, ofrendaron sus palabras y dieron alimento a la tierra, pidieron permiso y solicitaron a los seres sagrados que nadie se lastimara en la cancha y que cada infante encontrara en la escuela un lugar para crecer y ser feliz. Después de la petición de los ancianos, la gente comió. Así inauguraron la misma obra que, hasta la fecha, prevalece en la comunidad de Ach’lum.

La cancha fue el resultado de las horas destinadas por cada integrante del paraje, hombres y mujeres, sin excepción alguna. Por ello, no importa la materialidad, sino el tiempo dedicado en su construcción. Importan los sueños, las risas, el cansancio y la ilusión compartida por quienes dieron su fuerza para lograr la cancha. Y antes de eso, la voluntad de las personas que gestionaron el espacio y los recursos. La escuela y la cancha son la suma de toda esa dedicación. De allí el valor de cuidarlas y de agradecer la historia detrás de ellas.

El bisabuelo Nicolás falleció en el verano del 2015. La familia y el paraje entero se reunió, lloramos juntos. Los últimos ancianos recordaban con alegría al bisabuelo, su vitalidad y juventud, mientras los hombres jugaban una partida de basquetbol durante las tardes. Así lo hizo durante cincuenta años, hasta que su cuerpo envejeció y únicamente llegaba a contemplar los partidos. En esa cancha jugó él, mi abuelo Domingo, mi padre Alonso y yo también. Cuatro generaciones distintas hemos sido felices en el mismo lugar y, posiblemente, mis descendientes y los que sigan después de nuestro tiempo.

Fotografía: archivo familiar.
Fotografía: archivo familiar.

III

Construir una cancha es erigir un lugar en común para la comunidad. Se convierte en el centro y corazón de la misma. Es difícil imaginar un pueblo y paraje sin una cancha, pues se ha vuelto parte del habitar, del entorno cotidiano donde toda la gente transita. Desde que empecé mis recorridos en comunidades originarias de Chiapas y Oaxaca, siempre me he encontrado con una cancha. Las hay de diversas formas y tamaños que trascienden su fin original de juego, para dar entrada a muchos otros sentidos comunitarios.

Es posible que por la mente de su inventor, James Naismith, jamás pasara que en algún pueblo serrano de México la cancha fuera usada para que varios comerciantes colocaran los puestos de frutas y verduras en los días de mercado, lugar donde se sienten y perciben distintas aromas y colores, diferentes sonidos y los murmullos de la gente que saluda a sus conocidos.

Las canchas se llenan de vida con la presencia de la gente que transita en ella, que la aprovecha para jugar, cantar, vender, platicar, intercambiar, mirar y escuchar cuanta cosa suceda en la explanada. Los latidos de la gente se reúnen en un mismo espacio. Así adquiere un sentido emocional que se somatiza en el cuerpo, el corazón y el alma de cada persona.

Cada cierto tiempo, la gente se organiza para limpiar la cancha. Quitan el polvo, las telarañas, la lavan y pintan si cuentan con pintura. Usualmente sucede cuando se hacen los preparativos de alguna fiesta comunitaria y el fin de año. Mantenerla en buen estado es una forma de demostrar afecto hacia ella, porque no se trata de un objeto inerte, sino de una integrante importante de la comunidad y las familias. La cancha también siente.

IV

Hace algún tiempo, en mi afán de conocer los sentidos de la cancha adjudicados por la gente de mi comunidad, decidí preguntar a cada persona que me encontraba en mi camino. “¿Qué significa para ti la cancha de basquetbol?” Las respuestas fueron diversas y revelaron profundos sentimientos que cada ser guarda con “el lugar del juego”. Algunas de las respuestas fueron: “el lugar donde me divierto”, “allí practico y entreno”, “allí secó mi frijol”, “es donde jugué cuando era un niño”, “es donde se muere mi aburrimiento”, “es el lugar donde soy feliz”, “es donde nos reunimos para una junta o para jugar”, “es donde los niños y las niñas juegan basquetbol”, “es donde baila el toro de petate durante el carnaval”.

Alguna vez se han cuestionado, ¿cuál es la historia de la cancha que hay en su localidad? Plantearse la pregunta puede desencadenar una búsqueda que desentrañe los umbrales detrás de ella. Ninguna cancha existe por que sí, siempre hay algo que la erige, pero que siempre se desconoce. Ésta es una invitación para que cuando vuelvan a casa, al barrio o a la comunidad, pregunten con los abuelos y abuelas, con el vecino, la tía. Estoy seguro que les sabrán contar la historia de la cancha.

V

Una cancha es:
el lugar donde alegramos nuestro corazón,
donde la voz colectiva se escucha
en cada tiempo de asamblea.
El sitio donde mi mamá
corría en su infancia
y donde bailó en su graduación.
Es el espacio para el encuentro,
donde la gente seca el café recién cortado.
La morada de mis alegrías,
el refugio donde se diluyen las tristezas.

VI

En varios momentos de mi vida, la cancha ha estado presente. He llegado a pensar que sin ella los instantes más luminosos que recuerdo no habrían sido posibles. No hay sitio donde me encuentre sin la cancha. Éste es un sentipensamiento compartido, que pertenece a cada persona que conserva en su memoria aquellos días de regocijo. Los pueblos tseltales nombran a la cancha como yawil tajinabal, es decir, “el lugar del juego”. En su nombre lleva la metáfora de su existencia y lo que suscita en la gente.

En la cancha existen diferentes tiempos reunidos en el lapso que convoca a las personas. Mi padre solía descansar mientras jugaba una partida de basquetbol. Mi abuela aprovechaba en desgranar el frijol a la orilla de la cancha mientras veía jugar a los jóvenes, y aquellos que culminaban sus tareas cotidianas se acercaban a mirar, mientras tomaban un poco de pozol. El día, entre tanto, continuaba su curso hasta que la noche se hacía presente, entonces todos se iban. En un mismo lugar el tiempo era sentido con su particularidad.

Esta idea me resulta sugerente cuando pienso en mis propios tiempos y las circunstancias que los evocan, los aprendizajes adquiridos gracias a su presencia. Uno de ellos sucedió cuando estudiaba la primaria. Unos profesores colocaron un planetario en medio de la cancha de basquetbol. Era una esfera grande, de color blanco. Ninguno de mis amigos sabía qué era aquella cosa, nos parecía completamente extraña. Una vez que quedó instalado, cada grupo entró al interior. Al principio sentimos nervios, pero se fueron al descubrir lo que había adentro. Todo estaba oscuro, y una luz tenue empezó a iluminar el lugar, en pocos segundos se dibujó la noche. Había un montón de estrellas como las que vemos en el cielo.

Un profesor nos reveló la intención de armar un planetario: conocer el nombre de los planetas y el universo. Mis amigos estaban maravillados como yo. Escuchábamos con atención, era la primera vez que todos guardaban silencio. El tiempo parecía suspenderse, tenía un ritmo distinto. Aunque permanecimos sentados, nos sentíamos en movimiento con los planetas. Después de una hora, la explicación finalizó y nos tocó abandonar el planetario. Nadie se guardó la fascinación sentida, fue tema de conversación durante la semana. Un día lunes, al llegar a la escuela, el planetario ya no estaba. Sentimos cierta nostalgia y también alegría de haber conocido el espacio, gracias a un objeto colocado en la cancha.

La segunda experiencia sucedió años después. Mi padre me pidió acompañarlo a la asamblea mensual. Los ejidatarios se habían reunido en la cancha. Juntos iban a decidir la fecha para la limpieza anual de los ríos y manantiales, entre otros asuntos. La reunión comenzó a las seis de la tarde. Los comités presentaban las propuestas y, antes de tomar una decisión, todos participaban. Terminaba el turno de uno y empezaba el otro, así sucesivamente. Nadie se quedaba sin opinar.

Mientras escuchaba la intervención de cada persona, noté que todos guardaban silencio. Expresaban mucha atención. La escucha era importante para tomar las decisiones. Mi padre me había invitado a ir no porque quisiera mi compañía, sino porque pronto cumpliría la mayoría de edad para comenzar a ser cooperante y debía saber los tiempos y las reglas de una asamblea. Nadie lo dice explícitamente, pero todos los jóvenes de mi paraje aprenden a participar.

La noche había llegado y era el momento de consensar. Los ejidatarios acordaron una fecha y hora para iniciar el trabajo colectivo. Antes de que todos partieran a su casa, reflexioné acerca del tiempo y lugar de la asamblea. La cancha se convertía en el espacio donde la voz colectiva se hacía posible, donde la voluntad de toda una comunidad se hacía valer. Aquello no era una situación circunstancial, al pensar que se trata de una práctica que todo pueblo suele realizar para sí. La cancha, entonces, permite a las personas hermanarse.


Hace unos días me enteré de un acontecimiento del pasado donde la cancha fue la marca para encontrar y reconstruir un pueblo sepultado. Sucedió a finales de marzo de 1982, cuando el volcán Chichonal, conocido por los pueblos zoques como Pyogba chu’we (la mujer que arde), hizo erupción. Varios de los pueblos cercanos quedaron sepultados entre el escombro, el fuego y la ceniza. Cuarenta años después, la comunidad sobreviviente del Guayabal decidió buscar los restos de la gente que no logró escapar. Se buscó alguna señal entre el campo. Para fortuna de la gente, la punta de un poste de basquetbol se alcanzaba a percibir en la superficie. Así hallaron la señal anhelada.

Las personas iniciaron la excavación, fue un trabajo de varias semanas y de mucha voluntad. Poco a poco los restos se hicieron visibles. La fachada de una iglesia apareció, la casa de algún vecino también. Así, lentamente, todo comenzó a tener forma, hasta la cancha. No tenía los aros ni los tableros, pero sí los postes. La gente se reunió en el centro para rememorar lo acontecido. Los vestigios de la cancha se convirtieron, después de mucho tiempo, en un lugar de memoria. La práctica de reunirse allí no cambió, a pesar de permanecer cuatro décadas debajo de la tierra. El pueblo y la cancha renacieron nuevamente en el tiempo.

VII

Una pelota gira

en medio de la cancha,

rueda como el tiempo,

como el mundo,

como la vida.


Corrección de estilo: Jaime Soler Frost